sábado, 6 de febrero de 2016

La invención de Morel (1940) de Adolfo Bioy Casares

La invención de Morel (1940)
Adolfo Bioy Casares (1914-1999)


Esta mujer es algo más que una falsa gitana. Me espanta su valor. Nada anunció que me hubiera visto. Ni un parpadeo, ni un leve sobresalto.
 Todavía el sol estaba arriba del horizonte (no el sol; la apariencia del sol; era ese momento en que ya se ha puesto, o va a ponerse, y uno lo ve donde no está). Yo había escalado con urgencia las piedras. La vi: el pañuelo de colores, las manos cruzadas sobre una rodilla, su mirada, aumentando el mundo. Mi respiración se volvió irreprimible. Los peñascos, el mar, parecían trémulos.
 Cuando pensaba en esto, oí el mar con su ruido de movimiento y de fatiga, a mi lado, como si se hubiera puesto a mi lado. Me tranquilicé un poco. No era probable que se oyera mi respiración.
 Entonces, para postergar el momento de hablarle, descubrí una antigua ley psicológica. Me convenía hablar desde un lugar alto, que permitiera mirar desde arriba. Esta mayor elevación material contrarrestaría, en parte, mis inferioridades.
 Subí otras rocas. El esfuerzo empeoró mi estado. También lo empeoraron:
 La prisa: yo me había puesto en la obligación de hablarle hoy mismo. Si quería evitar que sintiera desconfianza —por el lugar solitario, por la oscuridad— no podía esperar un minuto.
 Verla: como posando para un fotógrafo invisible tenía la calma de la tarde, pero más inmensa. Yo iba a interrumpirla.
 Decir algo era una expedición alarmante. Ignoraba si tenía voz.
 La miré, escondido. Temí que me sorprendiera espiándola; aparecí, tal vez demasiado bruscamente, a su mirada; sin embargo, la paz de su pecho no se interrumpió; la mirada prescindía de mí, como si yo fuera invisible.
 No me detuve.
—Señorita, quiero que me oiga —dije con la esperanza de que no accediera a mi ruego, porque estaba tan emocionado que había olvidado lo que tenía que decirle. Me pareció que la palabra señorita sonaba ridículamente en la isla. Además la frase era demasiado imperativa (combinada con la aparición repentina, la hora, la soledad).
 Insistí: —Comprendo que no se digne...
 No puedo recordar, con exactitud, lo que dije. Estaba casi inconsciente. Le hable con una voz mesurada y baja, con una compostura que sugería obscenidades. Caí, de nuevo, en señorita. Renuncié a las palabras y me puse a mirar el poniente, esperando que la compartida visión de esa calma nos acercara. Volví a hablar. El esfuerzo que hacía pare dominarme bajaba la voz, aumentaba la obscenidad del tono. Pasaron otros minutos de silencio. Insistí, imploré, de un modo repulsivo. Al final estuve excepcionalmente ridículo: trémulo, casi a gritos, le pedí que me insultara, que me delatara, pero que no siguiera en silencio.
 No fue como si no me hubiera oído, como si no me hubiera visto; fue como si los oídos que tenía no sirvieran pare oír, como si los ojos no sirvieran para ver.
 En cierto modo me insultó; demostró que no me temía. Ya era de noche cuando recogió el bolso de costura y se encaminó despacio a la parte alta de la colina.

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